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TENDENCIAS URBANISTICAS s.XXI 1



robertsanchez
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Jun 29, 2009, 12:03 PM


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TENDENCIAS URBANISTICAS s.XXI 1

Agentes sociales y tendencias urbanísticas: hegemonía inmobiliaria y pérdida de urbanidad [1]
Fernando Roch
Barcelona (España), 26 de octubre de 2002.
Agentes sociales y tendencias urbanísticas: hegemonía inmobiliaria y pérdida de urbanidad| Lámina 1. Madrid: campo general de precios en el mercado de viviendas de segunda mano (marzo, 1996) >>>
Introducción
Este cambio de siglo ha coincidido con la crisis del modelo de desarrollo urbano que venía desde los 80 sustituyendo a la aglomeración industrial fordista. Fue aquella una sustitución que se hizo de manera poco uniforme porque, esta vez, no había una fórmula más o menos universal que reemplazara a la ciudad industrial, sino un organismo global cuyas componentes dependían del papel que cada ciudad consiguiera desempeñar en el nuevo orden planetario. La vieja literatura de manual que ayudó a la construcción de complejos industriales similares en el mundo desarrollado no servía para conducir esta transformación que en principio ensayó alternativas diversas, para terminar adoptando patrones espaciales muy parecidos. En realidad, la crisis de estos sustitutos es de momento una crisis teórica, en el sentido de que ciertas aproximaciones teóricas que han realizado algunas medidas de estos objetos muestran su inviabilidad a medio y largo plazo por su profunda insostenibilidad y su radical asimetría social. Sorprendentemente, los responsables locales y nacionales, y buena parte de su intelectualidad orgánica, no ven en ellos debilidades apreciables y prefieren, siguiendo el optimismo leibniziano del irreducible doctor Pangloss, «imaginarse en el mejor de los mundos posibles».
En un principio la crisis del régimen de acumulación fordista buscó la solución indagando formas alternativas de organización del trabajo en su entorno inmediato, lo que se tradujo por un lado en la búsqueda de nuevas modalidades productivas en el espacio regional en las que las nuevas tecnologías ocupaban la posición central, pero también en explorar el complejo universo dominado por el capital aunque no organizado exactamente de acuerdo con sus leyes, es decir, ese complejo de modos productivos de diversa naturaleza y escala que constituyen el entorno no capitalista del sistema.
Eso incluía el modo de producción doméstico del que dependía una buena parte de los recursos empleados en la reproducción de la fuerza de trabajo, y también la economía social y otros modos preindustriales urbanos y rurales que estaban vinculados a la conservación del tejido histórico de la ciudad y al territorio. Se produjo un fuerte crecimiento de la denominada «economía informal» o dispersa que había disparado la alarma entre los gobiernos porque se escapaba al control de las contabilidades nacionales, pero que constituía una base fundamental para la nueva organización empresarial. La teoría de la austeridad estableció que el vigor y la eficacia de este complejo informal estaba muy relacionado con las políticas públicas sociales que había desarrollado la izquierda local en algunas regiones de Italia y que, gracias a ellas, las relaciones entre estos dos universos productivos no derivaban hacia formas salvajes de explotación, como las que se daban en otros países que no disponían de estos mecanismos reguladores, ni de su capital público.
En cierto modo, la crisis del fordismo mostraba su incapacidad para imponer sus leyes sobre todo el mundo conocido y ponía en evidencia la separación real entre estos dos grandes universos, su diferente naturaleza y el carácter de sus relaciones de dependencia. Después de numerosos ensayos, la metrópoli industrial de los países desarrollados ha ido asumiendo esa doble realidad en un organismo dual, en el sentido de que sus dos universos principales (el capitalista y su entorno no capitalista) cada vez más se rigen por leyes diferentes aunque el segundo permanezca sujeto a la dominación del primero.
De esta forma se ha ido consolidando un núcleo que algunos calificarían de excelencia, que constituye el campo de acumulación principal de la aglomeración y de su cuerpo más o menos extendido sobre el territorio, fuertemente sujeto a las leyes del valor monetario. En él se sitúan las funciones de dirección y control y algunas de carácter productivo que conservan en gran medida relaciones salariales estables. Es el nuevo espacio de centralidad, con independencia de su forma dispersa, que aloja preferentemente los escalones medios y altos de la pirámide social, perfectamente clasificados y organizados por áreas homogéneas y sobre modalidades de consumo específicas. En ese espacio la diversidad es escasa, pero la acumulación es intensa y el consumo muy alto, como se verá en la segunda parte de este trabajo. La dimensión cívica ha desaparecido casi totalmente de este universo fuertemente competitivo.
El segundo universo, más plural y diverso, es aquel del que el primero extrae sus recursos; es un mundo fundamentalmente productivo. También es en el extremo el lugar de la marginación; un amplio conglomerado de actividades con frecuencia no sujetas a las leyes del valor pero intervenido por ellas desde el universo central. En su mayor parte, y gracias a los instrumentos que facilita la globalización mediante la introducción de nuevas tecnologías de control y diseño de los procesos de trabajo, pero sobre todo de información y de gestión de flujos informativos, mercantiles y financieros, es un mundo alejado.
Este segundo mundo de geografía plural y lejana tiene sin embargo un borde de contacto, más o menos evolucionado y particular en las fronteras físicas del primer universo. Las viejas periferias industriales son ahora el lugar de este amplio espacio de contacto donde pugna el proceso de normalización según el orden segregado y simplificador del universo central, volcado hacia el consumo, con la complejidad propia de los territorios que proporcionan el sustento. En ellas se entremezclan los desahuciados del viejo orden naufragado que no han podido encontrar su lugar en los puentes de mando de la nueva maquinaria de acumulación, con las nuevas y más endurecidas modalidades de agrupación social segregada que caracterizan el despliegue del nuevo modelo disperso sobre el territorio. La complejidad de este universo se desvanece alimentando la homogeneidad poderosa del primero, de manera que siguiendo un principio termodinámico todo el universo se empobrece y camina hacia su extinción. A diferencia del modelo termodinámico no es el desorden el que triunfa sobre el orden, sino un orden férreo, simplificador, segregador y despilfarrador sobre otro complejo, apoyado en estructuras sociales más integradas y basado en relaciones sostenibles con el mundo físico.
En pocos años esta desorbitada acumulación de riqueza y consumo de recursos ha modificado también su métrica inmobiliaria, mediante un crecimiento sin precedentes históricos de los precios de la vivienda, y ha institucionalizado la desregulación en el operativo dirigido a incrementar ese espacio central o sus bordes hasta llegar a duplicar (al menos en proyecto) las necesidades reales.
Ni las verdaderas necesidades de alojamiento que, en realidad, no son atendidas por este modelo a pesar de su hipertrofia, ni una pretendida eficiencia superior que, realmente, resulta ser todo lo contrario dado su carácter de consumidor, legitiman sus dimensiones físicas ni la liquidación de su naturaleza cívica.
Lo que sigue es una reflexión crítica sobre esta máquina demoledora, a pesar de las adhesiones que suscita y de ser presentada como un mundo esperanzador lleno de oportunidades. En esa reflexión se incluyen algunas cifras que muestran los profundos desajustes en su dimensión social y su ineficiencia económica, lo que le condena a la insostenibilidad incluso en el corto plazo.
Es también una reflexión sobre los efectos de la profunda escisión física entre las esferas de la producción y el consumo que trató de acoplar el fordismo en el interior regulado de sus viejas metrópolis buscando una suerte de equilibrio siempre inestable; esas mismas aglomeraciones que ahora, dispensadas de cualquier necesidad de armonización interna, constituyen un campo privilegiado para la actividad de la máquina inmobiliario-financiera destinada a dar forma material a esa acumulación fuertemente incrementada y selectiva, y no precisamente, como se señala más arriba, para crear un mundo más complejo, sino más simple y destructor de la diversidad existente, más excluyente y, por tanto, más injusto socialmente. Un cambio radical de la cultura urbanística
No es posible una deriva como la que se acaba de presentar sin la complicidad de una superestructura ideológica ampliamente compartida. En estos momentos el discurso sobre la ciudad es una espesa nebulosa de conceptos en la que el objeto, los objetivos, los agentes y los instrumentos se confunden para contribuir a legitimar un amplio abanico de prácticas inmobiliarias que se han convertido en hegemónicas.
Para ocultar la verdadera naturaleza de esas prácticas cada vez más alejadas de las necesidades sociales reales, de los verdaderos objetivos cívicos, o de las exigencias de la sostenibilidad que perfilan el teatro urbano del siglo XXI, se ha elaborado una cultura urbanística que ha desplazado su centro de interés desde la vida cívica y la ciudad entendida como su dimensión material histórica y como construcción colectiva, hacia los mecanismos de producción del espacio construido por los agentes privados. Ni siquiera se incluye entre sus objetivos hacer de la ciudad un eficiente ingenio productivo, sino un controlador de lo que fluye aguas abajo de esos procesos de producción. Por lo que a los instrumentos se refiere, se ha sustituido el Plan como proyecto social de convivencia y de vida cívica, como lugar para el consenso entre los diversos agentes, por la gestión del suelo, con el pretexto de sustraerlo a los avatares sesgados del mercado, o por gestos puntuales de carácter emblemático, es decir, publicitario, destinados a dar prestigio al grupo hegemónico que gobierna la ciudad. Desregulación de la producción de suelo y arquitectura de autor para ciertas piezas de propaganda asociadas al operativo inmobiliario son los dos pilares de esta nueva cultura.
Este desplazamiento ideológico ya ha sido introducido en las instituciones que gobiernan el territorio y la ciudad, y forma parte de los mecanismos que regulan su construcción tanto en el nivel estatal como en el nivel local, donde las diversas comunidades ya han adecuado en mayor o menor grado sus legislaciones urbanísticas a esta exigencia.
De una forma esquemática, puede decirse que la cultura urbanística lejos de indagar qué clase de ciudad y de vida ciudadana podría corresponder a nuestro actual estado de civilización y a nuestros compromisos con el mundo físico y los demás pueblos del planeta, y buscar la manera de convertirla en un proyecto de amplio espectro social, se centra en liberar al agente urbanizador (entronizado ya con nombre propio en nuestro sistema regulador) de las trabas históricas que suponían los propietarios del suelo y los Planes, con el pretexto de que sólo así se facilitaría la suficiente producción del suelo que pudiera abaratar el precio final de la vivienda, como producto inmobiliario fundamental de referencia; como si les interesara verdaderamente bajar el precio de la vivienda.
Esta versión mercantilista del enfrentamiento que desde el novecientos oponía la renta de la tierra al desarrollo urbano y que se ha venido a ampliar ya a finales del siglo XX mediante la inclusión de la propia planificación urbana en la lista de los `enemigos del progreso', cuenta con una aceptación muy amplia entre los diversos actores sociales que sorprende y que se corresponde mal con su vulgaridad teórica y su sistemática incapacidad para explicar los procesos en curso.
En el fondo se ha exagerado intencionadamente cierto sentimiento fatalista respecto a las leyes del mercado que dominan el despliegue en el universo local y respecto a las estructuras económicas que asignan el papel de la ciudad y sus territorios en el teatro internacional, reduciendo los gestos de autonomía de la sociedad ciudadana a eliminar barreras a ese despliegue y a buscar una mejor suerte en el reparto con ceremonias propiciatorias: infraestructuras de última generación y arquitecturas de excelencia. Parece que los equilibrios sociales y la dimensión ecológica de la forma de vida y del funcionamiento de la ciudad no son valores que se coticen en esa bolsa internacional de la competitividad urbana; tampoco buscar un espacio productivo eficiente y sostenible con opciones de trabajo alternativas en un escenario que cada vez se aleja más del pleno empleo fordista.
Las viejas alianzas locales para el crecimiento que con mayor o menor participación de los ciudadanos y del poder público habían dirigido, con fortuna diversa pero con modelos precisos, la construcción del universo urbano desde mediados de los 50 hasta los años 70, se han visto muy simplificadas en su composición hasta no quedar más que un apretado núcleo hegemónico formado por la alianza de algunos agentes financieros con la promoción inmobiliaria y las empresas de construcción, de manera que se confunden con frecuencia sus funciones y sus intereses.
De esta nueva hegemonía han sido excluidos los patronos de la industrialización fordista (con la excepción del sector de la energía que aumenta su poder en un mundo cada vez más dilapidador), entre otras cosas porque ese cuerpo productivo es quizá el que mayores transformaciones ha sufrido. Las fragmentaciones de los procesos de producción y su redimensionamiento geográfico han perdido su base local e incluso nacional y con ella los intereses en el gobierno de la ciudad y sus territorios urbanizados, que ahora pasan a los agentes dedicados a la distribución y al control de los procesos aguas abajo de la producción, es decir, la comercialización y el sector logístico.
Con estos agentes también realiza alianzas estratégicas el sector financiero y el inmobiliario: así se entiende, por ejemplo, el proyecto del futuro complejo aeroportuario de Madrid y toda una serie de promociones de paquetes de urbanización en los que siempre se incluye, infraestructuras de transporte, un buen número de viviendas, un gran centro comercial y una instalación múltiple de ocio, o sea, un conglomerado estereotipado que permite hablar de `apuestas culturales' en la sociedad del ocio y situarlas en cualquier punto del territorio de forma absolutamente dispersa. En cierto modo, el otro grupo en ascenso, que es el de las comunicaciones y los media, se vincula con esta explosión cultural y encuentra su mejor campo de crecimiento en el modelo disperso de urbanización.
También se ven reforzadas las actividades de gestión y dirección de ese nuevo cuerpo productivo internacional que presionan sobre el espacio central (direccional) de las ciudades generando algunas expectativas inmobiliarias que dependen de la posición que vaya ocupando la ciudad en la cadena de control planetario.
El viejo poder público de la ciudad emanado del sufragio colectivo pero constituido por elementos del bloque local, aparte de garantizar el libre despliegue de las estrategias de estos agentes, eliminando cualquier obstáculo a su paso y contribuyendo desde su control de las infraestructuras a crear nuevas oportunidades, se limita a gestionar con muchas dificultades los conflictos que se deducen de estas prácticas distorsionadas, sobre todo en el terreno social, ya que, aparte de las pérdidas de empleo, se han producido importantes transformaciones en su estructura que no han sido seguidas con la misma rapidez por la recualificación de la masa trabajadora: una disminución de efectivos en los segmentos más descualificados de la producción fabril propiamente dicha y un aumento en los vinculados al diseño, dirección, control y comercialización, con la aparición de nuevas castas de ejecutivos con misiones de enlace internacional, que se han convertido en aliados incondicionales del grupo hegemónico. Con esta nueva disposición se han separado aún más los extremos de la jerarquía social y se ha propiciado la aparición de un universo subestándar del que tratan de escapar los grupos marginalizados, pero en el que quedan atrapados los inmigrantes cada vez más numerosos.
Este desplazamiento ha generado una nueva cultura de la centralidad, asociada a las nuevas tecnologías que contrasta con el viejo escenario de la industrialización periférica que se creó durante los años 60 y 70 y que legitima una recualificación general del territorio metropolitano que, según se asegura, sólo puede venir de la mano de los agentes económicos actuando sin trabas de planeamiento.
Aparte de estas transformaciones relacionadas con las actividades económicas y su espacio histórico hay otro aspecto fundamental de la economía que tiene que ver con la creación y acumulación de la riqueza, y que se vincula indisolublemente con la actividad inmobiliaria hipertrofiada de la que se habla más arriba. En efecto, a esta `tecnificación' del espacio de las actividades económicas se vienen a sumar los procesos de transformación, y a veces de reclasificación y reorganización, del espacio social consolidado que se dota de nuevos y más eficaces mecanismos de segregación. El tipo de ciudad resultante es cada vez menos un centro productor de bienes y más un lugar privilegiado de consumo y acumulación de riqueza producida dentro pero, sobre todo, fuera de su entorno regional o nacional. Esa acumulación ha venido adoptando cada vez más una forma inmobiliaria o de infraestructuras frente a otras modalidades de capital productivo. Su efecto sobre el territorio es devastador.
A la tradicional acumulación de rentas de capital que alimenta los nuevos sectores emergentes, se suma ahora de una manera masiva y sin precedentes en la historia la acumulación de rentas familiares, que en parte se desvía hacia la constitución de rentas de capital, pero que en gran medida (puede decirse que más de un tercio de las rentas totales) se constituye en capital inmobiliario. Ese capital inmobiliario se corresponde con un espacio social diferenciado y segregado que ha conocido algunas remodelaciones recientemente y que alimenta también la máquina inmobiliaria. En realidad ese espacio social cuya dimensión económica es su campo de rentas o de precios, se viene manteniendo en crecimiento puesto que de un fenómeno de acumulación se trata, alimentando desde hace tiempo el alza de la vivienda y constituyendo la mejor garantía (garantía hipotecaria entre otras) de su conservación.
Su remodelación y su crecimiento han terminado por adoptar formas de ocupación dispersas del territorio que se ven favorecidas por la nueva legislación urbanística y los agentes urbanizadores ya que facilitan la creación de espacios segregados.
Este puede ser, brevemente descrito, un escenario general de la evolución sufrida por las ciudades españolas, aunque en cada caso ha podido adoptar configuraciones diversas según el peso de los diferentes agentes y sus estrategias. La conurbación madrileña Una breve introducción
Como es sabido la industrialización madrileña es muy reciente. A finales de los años 50 y ante el imparable proceso de inmigración hubo que resignarse y aceptar que la capital, que se estaba convirtiendo en una de las mayores aglomeraciones del país, reunía todas las condiciones para ser una ciudad industrializada y que esa era la única vía que podría asegurar el empleo necesario para evitar que se convirtiera en un campo de miseria o en un campo de batalla social.
También es conocido que nunca se asumió plenamente esta realidad con todas sus consecuencias, y que el más querido proyecto del régimen de Franco era conservar Madrid como centro espiritual (más que cultural) de España, además de centro de poder y administrativo (público y privado) y, desde luego, financiero: una ciudad de clases medias, de funcionarios y de empleados con escasa conflictividad política. En cierto modo la configuración posterior del Área Metropolitana de Madrid es el resultado de esta contradicción entre un sueño político imposible y una realidad nunca plenamente asumida.
Los planes de desarrollo que dominan la política económica y también el urbanismo de los años 60 se tradujeron para Madrid en Polos de Descongestión que pretendían crear un anillo lejano de asentamientos industriales que mantendrían la capital lo más libre posible de esta actividad y de sus indeseables secuelas sociales.
Realmente el espacio para el despliegue industrial en el Madrid que dibuja el Plan del Área Metropolitana de 1963 era muy pequeño, mientras los esfuerzos institucionales se dirigen a crear polígonos industriales en Toledo, Talavera de la Reina, Guadalajara o Aranda de Duero.
Fue una estrategia territorial que dio escasos resultados ya que no pudo impedir que algunos sectores del naciente espacio metropolitano madrileño se llenaran de instalaciones industriales, casi todas ellas no planificadas, ocupando el territorio de forma dispersa aunque tributaria del sistema de comunicaciones y transporte.
Esta falta de control en el despliegue industrial, además de generar un espacio poco cualificado (hoy diríamos poco competitivo) ha supuesto un obstáculo para el despliegue de estrategias territoriales más eficientes y además ha contribuido a consolidar la idea de divorcio entre el Planeamiento y los procesos reales. Esta idea, a su vez, ha servido de coartada para poder desviar el énfasis hacia la gestión y para alimentar el paulatino desprestigio que ha sufrido la actividad planificadora. Desgraciadamente no ha sido el único campo en que se ha producido ese desacuerdo.
Por lo que al alojamiento se refiere, y después de diferentes ensayos desde mediados de los 40 y durante los 50 con sucesivas leyes de vivienda que trataban de resolver sin los medios adecuados un problema que crecía por la inmigración continua (se llegó a prohibir la inmigración), se llega a finales de los 50 al Plan de Urgencia Social (PUS) que propone la vivienda subvencionada como fórmula adecuada para implicar en el problema del alojamiento masivo a un sector inmobiliario que hasta entonces se había reservado para las clases medias o altas. La promoción pública de alojamientos, que a través de diversas fórmulas e instituciones, y siempre con recursos muy escasos, se había centrado en los estratos sociales con rentas más bajas, va cediendo su papel a la iniciativa privada que tiene que rediseñar su actividad en dimensiones, geografía, métodos constructivos, sistemas de financiación y productos. Aún así estaban por resolver numerosas cuestiones relacionadas con la financiación (la liberalización total del crédito hipotecario no se realiza hasta los 80), especialmente las garantías para que la masa de compradores pudiera disponer de salario estable y suficiente.
En todo caso la intensa actividad inmobiliaria que desencadena el PUS no es imaginable sin el despliegue paralelo de una nueva dimensión del espacio social que consiste en definir sobre el plano de la ciudad y la futura metrópoli un mosaico muy preciso de espacios debidamente segregados para asentar los diferentes grupos de renta (de clase) que van a emerger con la construcción de la nueva sociedad industrializada. Ese mapa social que nunca se dibujó en el planeamiento fue sin embargo su expresión más real, como resultado combinado de la práctica de los agentes inmobiliarios y las decisiones e intervenciones de la administración, especialmente las de La Comisaría para la Ordenación Urbana de Madrid que sería el germen del futuro organismo de gobierno del Área Metropolitana de Madrid.[2]
Este proceso de construcción es una cuestión compleja que afecta a muchas dimensiones de la formación social, pero lo cierto es que, después de haber marcado las grandes líneas de ese nuevo edificio social metropolitano en los 50, durante los 60 y los 70 la actividad pública se aparta de su antiguo papel de alojador social para centrarse más en el despliegue de las infraestructuras que van a armar ese nuevo tablero residencial metropolitano, en el que la iniciativa privada va a moverse con una amplitud sin precedentes y con pocas exigencias por lo que se refiere a la calidad del espacio nuevo urbanizado. Construir la sociedad del bienestar no constituía el proyecto prioritario y, de hecho, no se dispone hasta el Reglamento de Planeamiento de 1978 de un repertorio más o menos completo y preceptivo de reservas de suelo para equipamientos, según la dimensión de la unidad urbana, aunque distaran de los empleados en otros países europeos.
La precariedad del empleo en algunos sectores y los salarios relativamente bajos en general originan una vasta periferia que el poder local democrático surgido de las primeras elecciones de la transición va a tener que reelaborar y completar. Son periferias formadas por un mosaico de espacios de clase muy uniformes, que han roto definitivamente con las estructuras complejas de la ciudad y que van a suponer una pérdida irreparable para la cultura cívica.
Estas décadas se corresponden con los máximos históricos de producción de viviendas y también de crecimiento demográfico y de empleo y se expresan espacialmente con la consolidación sucesiva de las coronas metropolitanas que absorben el grueso de ese crecimiento: hasta dos coronas bien definidas aunque con fuertes déficits en el sistema de comunicaciones y transportes y una tercera, denominada provincial, que constituye la reserva territorial más importante de actividades propias del entorno no capitalista del sistema regional y también de biodiversidad.[3]
Los desajustes entre los operadores privados, que dadas las condiciones precarias imponen sus lógicas, y las determinaciones de planeamiento son numerosos. El Plan del Área Metropolitana de 1963, un sistema planetario polinuclear con sus preceptivos anillos verdes y rústicos, se desarrolla sobre modificaciones constantes que van reduciendo el tamaño de sus reservas públicas de espacios libres y equipamientos y alterando el dispositivo nuclear previsto para dar origen a corredores más o menos continuos que congestionan el sistema viario e invaden el territorio destruyendo sus actividades características.
Esta manera de construir el espacio de la industrialización tiene algunas consecuencias de gran calado; dos en especial. La primera es que dirige todo el dispositivo de alojamiento hacia la vivienda en propiedad porque cualquier otra alternativa es aún más difícil, ya que hubiera requerido un aparato del bienestar semejante al de otros países europeos como Gran Bretaña, por ejemplo[4]. La segunda es que este despliegue residencial se hace sobre vivienda nueva que coloniza nuevos espacios siempre en precario, al mismo tiempo que se facilita la remodelación y reconstrucción en el centro consolidado, reduciendo al mínimo la rehabilitación del parque de edificios heredado y facilitando su elitización o su degradación transitoria.
El control de este territorio en fuerte expansión se mantiene en manos del organismo metropolitano creado con el Plan de 1963 y dirigido por los intereses del empresariado industrial, que no puede impedir la consolidación de un desequilibrio creciente entre el centro nuevo, junto con el viejo en remodelación, y las nuevas periferias, cuya dualidad ofrece todas las dimensiones posibles: calidad de empleo, servicios urbanísticos, calidad del alojamiento, equipamientos cívicos y culturales, calidad del espacio público, etc. Esa doble naturaleza urbana del desarrollo industrial se expresa con geografías dispares que van a vivir de forma también muy diferente las crisis y las transformaciones que se avecinan. El primer urbanismo de la transición
Los nuevos gobiernos del territorio surgidos de las primeras elecciones democráticas se enfrentaban a una tarea ingente. En la segunda mitad de los 70, bajo la llamada «crisis del petróleo», que en realidad era la crisis del modelo fordista, los movimientos ciudadanos habían adquirido una importancia que no tenía precedentes. Se trataba de un fuerte movimiento que desplazaba el centro de interés y de actividad de las reivindicaciones populares desde las relaciones de producción al universo de consumo y al escenario de la vida doméstica y urbana.
La izquierda asume el primer gobierno surgido en Madrid de las urnas, y trata de responder a sus compromisos ideológicos y al impulso que la energía colectiva de los movimientos ciudadanos ha generado y que se ha sustanciado en los Planes de Actuación Inmediata (PAI) elaborados por el primer gobierno de UCD, como respuesta a la demanda social. Así, pone en marcha una política dirigida a corregir las fuertes diferencias acumuladas entre el centro de la metrópoli y sus periferias.
La creación del Consejo de Municipios como alternativa a COPLACO es un intento fallido de establecer un espacio de consenso para las políticas urbanísticas de los diferentes municipios que componen el área metropolitana. De ella nace un primer desencuentro entre la capital y el resto que conduce a cada uno a buscar su propio camino y que, en cierto modo, expresa la convivencia de estos dos universos básicos y sus propias alianzas de agentes con sus intereses enfrentados.
Por decirlo en pocas palabras, este momento está marcado por una mayor presencia en el bloque local de los representantes vecinales que deriva en un cierto desarrollo de políticas de barrio, propias del bienestar, favorecidas por una notable incertidumbre respecto al modelo de conurbación a seguir. Seguramente es esa incapacidad para definir el modelo más adecuado para encauzar la salida de la crisis lo que hace imposible mantener una política metropolitana consensuada y que el bloque local madrileño se incline por jugar sus cartas más seguras: una apuesta (como ya se decía entonces) por la centralidad, que en esos momentos amplía su repertorio histórico de actividades. El Plan de Madrid de 1985
Madrid opta en su Plan General de 1985, y a la vista de que el crecimiento demográfico se ha detenido, por moderar su crecimiento físico y concentrarse en el reequipamiento y la recualificación de sus espacios de borde y también centrales. Al mismo tiempo se incluye por primera vez en el planeamiento general un conjunto de medidas para la protección del parque de edificios construido, bajo el lema general de «recuperar Madrid» y también de terminar de construir sus bordes inacabados con operaciones como los Planes de Actuación Urbanística (PAU) destinados a obtener, a cambio de algunas operaciones residenciales, suelo abundante para equipamientos y servicios públicos. Son los mismos que casi duplicados en su capacidad residencial, ya en la década de los 90 por el gobierno del PP, todavía están en fase incipiente de construcción diez años después de la modificación.
Por su parte, los municipios más importantes de la primera corona tratan de cubrir con un crecimiento considerable el amplio déficit de equipamientos acumulado, al tiempo que exigen nuevos despliegues de infraestructuras. También se propone un nuevo espacio de centralidad moderna, de última generación, próximo al aeropuerto, que ratifica el papel de Madrid y su voluntad de fortalecer ante la crisis su hegemonía direccional: el Parque de la Naciones, en principio de gestión pública (un sistema general) que prácticamente se encuentra privatizado en la actualidad y que sigue ampliándose.
A escala metropolitana se trataba de una variante de la dualidad que expresa la capacidad de la capital para mejorar su calidad y reforzar su hegemonía, frente a la actitud más desarrollista de la periferia rehén de sus déficits históricos.
Por un breve periodo la sintonía entre los actores sociales vecinales y el poder local, al menos en Madrid, parece muy intensa y por última vez también el proyecto va a tener una dimensión sostenible en la que lo público y el espacio cívico iban a ser protagonistas frente a la voracidad inmobiliaria.
La cultura de la austeridad que, como se ha señalado, tenía su origen en las prácticas de la izquierda local italiana había inspirado en buena medida este proyecto, con algunas correcciones para mantener y reforzar el papel central de la capital y mantener la opción de jugar un papel destacado en la nueva división internacional del trabajo. Sin embargo, pronto aparecen las discrepancias respecto a sus determinaciones y no solamente desde las filas de los sectores vinculados al negocio inmobiliario.
Desde el gobierno socialista se pone en marcha el llamado Decreto Boyer (30 de abril de 1985) que, apenas aprobado el Plan General de Madrid, contradice algunas de sus medidas fundamentales. Este decreto sigue una vieja tradición que tiene uno de sus altares en la política de Roosevelt para remontar la Gran Depresión que, entre otras cosas, situaba la industria de la construcción como un importante motor del despegue económico (Wagner housing act, 1937), movilizando las rentas de las clases medias para construir el gran suburbio americano. En esa misma línea Boyer ofrecía medidas fiscales muy generosas, incluso para la segunda vivienda, para que el ahorro familiar de esas familias con capacidad de acumulación alimentara el sector inmobiliario, que a su vez arrastraría el amplio universo productivo que gira en torno a la vivienda y su equipamiento. El decreto descendía incluso a escalas poco habituales, ya que daba luz verde, contradiciendo las decisiones del reciente Plan General aprobado, para sustituir viviendas por oficinas y actividades económicas en los centros urbanos, precisamente donde el Plan las había prohibido expresamente para evitar los procesos de terciarización que estaban destruyendo la complejidad de los tejidos centrales de la ciudad y su naturaleza residencial. Este decreto fomentaba la expansión del suburbio de clase, la destrucción del territorio, la hipertrofia infraestructural, la segregación funcional y exacerbaba la oposición centro-periferia.
Centrado en la máquina inmobiliaria, se olvidaba de establecer medidas claras que hubieran contribuido a renovar y modernizar el espacio productivo de la gran fábrica metropolitana que a su manera giraba en torno a un cierto proyecto de equilibrio local. Es difícil encontrar una medida de peores consecuencias en la evolución del modelo metropolitano madrileño, porque da un fuerte impulso al modelo disperso actual y actúa en su momento como un catalizador del boom inmobiliario que caracteriza los últimos años 80. Pero también es difícil encontrar otra medida que preparara mejor el camino para convertir la aglomeración en un espacio de acumulación basado en el patrimonio residencial. El problema de su inviabilidad a medio plazo y de su radical asimetría social ni siquiera se planteaba entonces, y parece que hay dificultades para que sea reconocido ahora.
Todo lo que el Plan de 1985 tenía de proyecto cívico zozobró en la tempestad inmobiliaria que se va a llevar por delante la ciudad y el territorio madrileños, pero esta vez con los índices de crecimiento demográfico congelados. Las críticas al Plan y el boom inmobiliario
Madrid pasa en un periodo muy corto de la austeridad a la difusión de la centralidad, de buscar equilibrios y economías de recursos a posicionarse abiertamente entre los predadores que van a presidir el nuevo orden global.
Es significativo que algunos estudiosos como M. Castells que habían centrado sus primeras investigaciones en el fracaso del capitalismo industrial para construir ciudades verdaderamente urbanas, recuperando una dimensión ciudadana que había sido poco valorada en las luchas sociales de la posguerra, sean los primeros en criticar lo que califican como «cortedad de miras» del Plan de 1985 porque aleja a Madrid de los circuitos internacionales por los que pronto va a discurrir el futuro capitalismo en todas sus manifestaciones (flujos de capital y de información sobre todo) y proponen la rendición de la ciudad a las exigencias de las nuevas tecnologías y un despliegue de costosos artefactos infraestructurales que garanticen la conexión con el nuevo espacio globalizado y contribuyan a promover la ciudad en el escaparate mundial. Curiosamente de aquel discurso había desaparecido lo urbano, no se fuera a convertir en un obstáculo que nos hiciera perder el tren del progreso.
La globalización y la competitividad entre ciudades, con la nueva economía como base estructural, desplazan todos los discursos moderados y los proyectos cívicos. Si durante los 80 se sucedían en Madrid las reuniones sobre las economías sumergidas, la economía dispersa, el trabajo doméstico y a domicilio, o sobre el papel de las economías sociales, o la importancia económica y social de la ciudad central (inner city) y la integración del universo territorial, es decir, el universo complejo, plural e imprescindible en el que el régimen de acumulación en crisis seguía explorando y encontrando sus condiciones de existencia; en los 90, y ya con un modelo de superación de la crisis más perfilado, sólo se habla de cómo escalar los vértices de la nueva jerarquía establecida por la economía mundializada, en la que las llamadas nuevas tecnologías asociadas a la información y sus flujos, tienen un papel hegemónico.
Obedeciendo a recomendaciones europeas, Madrid aborda a finales de los 80 el conocido como «Plan Felipe» que va a desarrollar las cercanías metropolitanas de una forma prioritaria y con fondos europeos. Se trata ahora de convertir Madrid en un espacio capaz de atraer inversiones exteriores para incorporar la ciudad a una maquinaria de explotación de escala planetaria. La M-40 y la M-50 que pronto van a inaugurar territorios inéditos del municipio se convertirán en el armazón de los desarrollos inmobiliarios posteriores.
Es un brutal desplazamiento del centro de interés en las políticas urbanas que en Madrid va a movilizar otra vez los grandes proyectos de infraestructuras, las operaciones de gran tamaño asociadas a instalaciones de fuerte centralidad. Las Estrategias Metropolitanas que adquieren en su versión de 1995 su expresión más ambiciosa, constituyen un despliegue generoso de nuevas vías de comunicación, radiales (algunas de peaje) que se unen a los anillos sucesivos, para labrar un territorio que se amplía rápidamente; centros logísticos destinados a gestionar los grandes flujos de mercancías que pasan por Madrid; espacios productivos de última generación relacionados con el control de la producción a gran distancia y con la transferencia tecnológica; áreas de centralidad comercial y de ocio; nuevos espacios direccionales para el capital financiero. Es decir, todo el arsenal necesario para que Madrid, que ha dejado de crecer demográficamente, ocupe un lugar preferente en el nuevo orden mundial. La máquina inmobiliaria ya entonces es la compañera inseparable del despliegue.
Así, al discurso expansionista de la alianza financiero-inmobiliaria se une el discurso neotecnocrático de la nueva centralidad y su difusión que van a conducir las políticas territoriales hasta mediados de los 90, con operaciones de gran dimensión. A esta `tecnificación' y fuerte jerarquización del espacio de las actividades económicas se vienen a sumar los procesos de transformación, y a veces de recualificación y reorganización, del espacio social consolidado que se dota de nuevos y más eficaces mecanismos de segregación. La ciudad se convierte en un lugar privilegiado de consumo y acumulación de riqueza, pero de consumo y acumulación diferenciada que termina por adoptar cada vez más una forma inmobiliaria o de infraestructuras frente a otras modalidades de capital productivo. Su efecto sobre el territorio es devastador.
El bloque local se ha renovado; mientras el capital financiero consolida su hegemonía como garante y beneficiario último de la construcción del nuevo objeto y director de los flujos de inversiones asociados, las empresas de construcción, la promoción inmobiliaria y los grandes agentes de gestión empresarial y de distribución, sustituyen a la vieja fábrica metropolitana y al microcosmos comercial tradicional. La creación y circulación de la información que precisa el nuevo orden ofrece a sus agentes una posición privilegiada en el bloque que se ve reforzada por el carácter acumulativo de su producción, cultivando una suerte de capital de información y conocimientos.
Ninguno de estos agentes tiene intereses específicamente cívicos, pero todos están implicados de una u otra manera en un despliegue territorial sectorizado, segregado y desproporcionado.
Paralelamente a este cambio radical del rumbo urbanístico aparece el primer boom inmobiliario. De 1987 a 1991 se multiplican los precios de la vivienda hasta por 4 en términos medios en Madrid (el alza es menor en la periferia y mayor en zonas más selectas de la ciudad), sobre un mercado que básicamente es de segunda mano.
Sobre este boom hay mucha más literatura que explicaciones convincentes y, por resumir, toda esta literatura se reduce a establecer como dogma principal que el suelo tiene la culpa del encarecimiento de los precios de la vivienda, en el entendimiento de que los precios de ésta se establecen en el juego entre la oferta y la demanda. Es la verdad fundamental que necesitaba el sector inmobiliario para desactivar cualquier obstáculo a su labor urbanizadora y para legitimar todos sus excesos.
Aunque no sea este el lugar para ensayar una explicación más adecuada del boom, sí conviene hacer sobre él algunas precisiones que pueden ayudar a explicar la deriva que desde entonces ha llevado la conurbación. Frente al mercado y sus sucesivos ajustes puntuales, sólo desde la historia inmobiliaria madrileña (y de otras ciudades españolas, cada una en su momento) puede explicarse el salto que se produce en la magnitud de los precios de la vivienda y que no se acompaña de un salto similar en las rentas familiares. En términos mercantiles, el desfase entre ellas hubiera bastado para bloquear el mercado y no fue así. En esos años se alcanzaron cifras históricas de transacciones.
En efecto, no es la serie mercantil sino la historia inmobiliaria de Madrid la que muestra a mediados de los 80 una ciudad de propietarios (más del 85 %) que han venido consolidando su patrimonio inmobiliario desde finales de los 50, cada uno según su capacidad de ahorro, según su renta. Es un caso único en Europa como hemos señalado. También por esas fechas se liberaliza finalmente el crédito hipotecario y el «decreto Boyer» ofrece importantes bonificaciones fiscales a la compra de la primera y segunda vivienda. Todo ello facilita que el inmobiliario se convierta en un campo de acumulación patrimonial privilegiado. A estas circunstancias generales se le puede añadir un exceso de dinero B, el ingreso en la Comunidad Económica Europea (CEE), ánimo especulativo y lo que se quiera, pero este burbujeante escenario sabe que en el fondo hay un objeto, una estructura muy estable que garantiza la permanencia de ese teatro de operaciones y con él la inversión implicada. Ese objeto estructural es una formación social que al menos en sus segmentos medios y altos conserva una considerable capacidad de acumulación incluso después de la crisis general del modelo fordista. Es más, algunos de sus segmentos han salido beneficiados de los reajustes del mercado de empleo al quedar desplazados hacia arriba en la deriva general hacia la centralidad.
Convertida en campo de patrimonialización de rentas familiares la ciudad se va transformando en un mosaico de espacios de clase, cada vez más especializados y segregados, que además constituye el tablero nítido y preciso soñado e impuesto por la promoción inmobiliaria. El crecimiento de los precios de las viviendas, que no es más que la capacidad diferencial de acumular de sus propietarios, se alimenta pues de patrimonio acumulado y rentas familiares bonificadas. Explicar los mecanismos que permiten seguir acumulando, mejorando ciertas dimensiones del alojamiento y mantener la capacidad segregadora del mosaico social, nos llevaría lejos pero baste decir que es precisamente la separación cada vez mayor entre los tramos la que favorece el alza[5].
Una muestra de cómo ha progresado la consolidación de esa peligrosa segregación social en el espacio madrileño, la tenemos en los mapas de rentas familiares por secciones y de precios de la vivienda obtenidos del mercado de segunda mano en 1996[6] (ver Lámina 1 y Lámina 2). La comparación de ambos mapas permite comprobar que en realidad se trata del mismo objeto expresado en dos magnitudes diferentes. En pocas palabras, el mapa de precios describe, no un mercado de suelo, sino la morfología social de la ciudad, de la cual el precio de la vivienda cada vez más alto y diferenciado es su mejor garantía de conservación. El mapa de rentas, cuya nitidez de contornos está bien definida, nos muestra una sociedad cada vez más fragmentada y segregada, habitando unidades progresivamente uniformes que componen un mosaico espacial del que se elimina la diversidad y la complejidad. La ciudad se desvanece y es sustituida por un espacio simplificado producto de la complicidad entre los grupos emergentes y la máquina inmobiliaria y dibujado bajo el signo de la insolidaridad, es decir, de la insostenibilidad.
Lámina 1. Madrid: campo general de precios en el mercado de viviendas de segunda mano (marzo, 1996)


Lámina 2. Madrid: campo general de rentas (marzo, 1996)


En estas condiciones y convertida la inversión inmobiliaria en la acumulación más rentable y el campo de precios en la garantía física del sistema hipotecario, no es extraño que una cantidad desproporcionada de recursos se lance a la invasión generalizada del territorio bajo la fórmula de conjuntos residenciales cada vez más autónomos y separados y que se evite cuidadosamente que se produzca un descenso general de los precios.
Pero no se trata sólo de conjuntos residenciales. Las infraestructuras de acceso y conexión con el organismo metropolitano son condición necesaria, igual que la promoción de centros comerciales y de ocio que sustituyen a las viejas estructuras urbanas públicas de centralidad por espacios privados y que según los expertos contribuyen a revalorizar de forma espectacular las viviendas cercanas. Se trata de un modelo que en Estados Unidos conoció una amplia difusión con fórmulas como las edge cities hace años y luego con propuestas aún más selectivas como las new community developments, antes de que estos modelos dispersos empezaran a ser considerados insostenibles y de que en algunos estados de la Unión se fomentaran políticas destinadas a recuperar la urbanización compacta. La culminación de la hegemonía inmobiliaria
Si el Plan Regional de Estrategia Territorial de 1995 se centraba sobre todo en perfilar una cierta fisiología de gran ciudad en el escenario globalizado y ponía su énfasis en los grandes dispositivos relacionados con la nueva economía en la que todavía quedaba un espacio amplio para la actividad industrial, el Plan General de Madrid 1997, así como el Plan Estratégico Regional de 1996 y La Ley de la Comunidad de Madrid de 9/2001 de 17 de Julio vienen a sancionar de forma abierta el nuevo modelo de la hegemonía inmobiliaria. Las dos columnas de este proyecto son logística y vivienda, es decir, control de flujos mercantiles y construcción de conjuntos residenciales en cada lugar según su posición en la geografía social de la conurbación y acorde con el rango social de sus destinatarios.
Se perfila así un mundo de acumuladores y consumidores de grandes cantidades de energía y de productos que se importan, instalado en un elaborado tejido de reductos bien jerarquizados para proteger su situación privilegiada. Para ese proyecto estorba cualquier pretensión que busque crear organismos integrados que vivan en armonía con el mundo físico; al contrario, es necesario desarmar los restos del viejo sistema de regulación, y eliminar cualquier resistencia al despliegue espacial del patrón de rentas, es decir suprimir cualquier forma de planificación e institucionalizar la práctica negociadora para que los agentes económicos puedan intervenir con seguridad.
Culminando pues un largo recorrido hacia la hegemonía inmobiliario-financiera iniciado 50 años atrás y nunca abiertamente interrumpido, el Plan Estratégico de 1996 con el que el PP releva al PSOE, es ya claramente un plan de desarrollo residencial, un gigantesco plan de extensión basado en retículas territoriales de gran tamaño entretejidas con infraestructuras y centros modernos de equipamiento. La actividad productiva queda relegada a un segundo plano. Se ha pasado de la difusión de la centralidad a la invasión indiscriminada del territorio.
El sur metropolitano puede ilustrar bien este paso final. En las directrices de 1995 aún dominaba como estructura organizativa el tramo correspondiente de la M-50 en torno al cual se intentaba saldar una vieja deuda histórica, articulando un territorio industrial que trataba de modernizar el viejo e improvisado entramado productivo, al tiempo que se revisaba el modelo residencial de la periferia fordista sobre un medio físico que se movía entre la conservación de elementos naturales y los usos agrarios. En ese mismo espacio el proyecto actual consiste en engarzar con el anillo serpenteante de Metrosur un conjunto de paquetes de urbanización que combinan centros comerciales de grandes distribuidores internacionales, con centros de ocio y algún equipamiento educativo o cultural cuando es posible y rentable y una buena promoción de viviendas, hasta 85.323 en los próximos años en los municipios más importantes, y para alcanzar un total de millón y medio de habitantes en esa aglomeración autocentrada y de empleo incierto.
Esta versión castiza y encadenada de las edge cities americanas, bien adaptadas a las posibilidades del desarrollo promocional privado incluso en versión micro, no resuelven, sin embargo, el problema del alojamiento a los que verdaderamente lo padecen mientras destruyen el territorio tan indiscriminadamente como sus modelos americanos.
Por otra parte, en este espacio productivo elitizado cuya contrapartida es el desempleo y la desregulación, emerge la nueva `industria' del ocio legitimándose como cultura y como oportunidad para el suelo rústico, y para la creación de empleo: los parques temáticos. No es más que un pretexto, porque todos los parques temáticos o sus similares llevan su provisión de viviendas abundante y su centro comercial. La mayoría de estas propuestas tiene unas dimensiones similares (entre 10 y 15.000 viviendas) a las que tenían las viejas new towns de la primera generación destinadas a equilibrar el espacio industrial fordista británico, sólo que éstas ofrecen sólo vivienda en propiedad; para un tipo social muy homogéneo, de clase media siempre que se pueda; carecen de espacios para la industria, y la vieja plaza central es ahora un complejo comercial de cadena; ni siquiera queda un lugar para el viejo reloj civil que en su día sustituyera a las campanas de la torre de la iglesia cuando se desacralizó el tiempo.
Un buen número de estas acciones puntuales y desagregadas dan forma a las cerca de 700.000 viviendas que suma en la actualidad el planeamiento de los municipios de la conurbación madrileña y cuya dispersión se refleja en la lámina 3. No es exhaustivo pero constituye una buena muestra de la destrucción territorial que implica y del ensanchamiento desproporcionado de la conurbación.
Lámina 3. Crecimiento imnobiliario previsto en la conurbación madrileña


En el Cuadro 1 se recogen las cifras de vivienda previstas en los municipios que proponen más de 10.000 nuevas viviendas, mientras que en el Cuadro 2 se presentan las operaciones más importantes localizadas en el propio municipio central. Constituyen ambas una muestra suficiente de la hipertrofia del modelo urbano impuesto por la hegemonía inmobiliario-financiera, sobre una aglomeración que no tiene crecimiento demográfico.


Cuadro 1: Viviendas previstas en el Planeamiento Municipal Municipios con más de 10.000 viviendas proyectadas
ViviendasPoblación futura Madrid215.0003.640.000 Rivas30.000130.000 Torrejón20.000160.000 Alcorcón19.583215.000 S.S. de los Reyes16.000110.000 Parla15.000125.000 Valdemoro14.86870.000 Getafe14.500190.000 Móstoles14.120240.000 Brunete13.50048.000 Pozuelo13.500115.000 Navalcarnero12.31652.000 Pinto11.52065.000 Majadahonda11.00080.000 Arroyomolinos10.20035.000 Arganda10.20070.000 Meco10.00073.000
461.3075.458.000




Cuadro 2: Vivienda Planificadas
Vallecas Ensanche100.000 Carrefour (108.000 m2) Valdecarros52.600- PAU Norte Sanchinarro13.668Hipercor (400.000 m2) Montecarmelo8.547Alcampo Las Tablas12.272- Arroyo del Fresno30.000- Centralidad Nordeste Valdebebas13.500Parque (500 Ha)

Ciudad aeroportuaria

Campus

Parque empresariales

Ciudad deportiva del Real Madrid

Ampliación de recintos feriales Operación Chamartín25.000Oficinas (225.000 m2) M-45 Vicálvaro Los Ahijones14.067- Los Berrocales20.466- El Cañaberal13.298- Los Cerros14.928- Suroeste Campamento18.300Un `Pentágono' Carabanchel6.000- PAU Ensanche Carbanchel11.358Parque Lúdico (100.000 m2)


Madrid finalmente abandona cualquier racionalidad urbana, productiva y territorial y se convierte en un escenario residencial sobredimensionado en progresiva dispersión, que se aleja de las necesidades de alojamiento reales y deviene un sumidero de rentas generadas fuera de su ámbito territorial y un consumidor de bienes importados, mientras aumenta espectacularmente su consumo de territorio propio. Tan espectacularmente como aumenta el precio de la vivienda. Basta comparar la curva progresiva de suelo ocupado por la conurbación con la del precio de la vivienda para que se abandone definitivamente esa simpleza mercantilista que confía en resolver el alojamiento de los estratos más débiles de nuestra formación urbanizando el territorio hasta el techo. Más fácil, basta comparar la evolución en la última década de las tasas de producción de viviendas y de precios respecto a un año determinado (por ejemplo, 1992, en la Lámina 4) para comprobar que sobre el fondo sin crecimiento de la población la curva de precios acompaña en su subida a la de producción de viviendas. Justo lo contrario de lo que dice la regla de oro del mercado. En realidad es al revés, precisamente porque el precio sigue subiendo señalando nuestra creciente capacidad de acumular, aumenta la producción de alojamientos. Cualquier descenso en los precios (en la capacidad de acumular) se traduce inmediatamente en un descenso de la producción: hay que evitar que los precios bajen. Esa es la lógica que domina la construcción del nuevo modelo metropolitano, que contradice el discurso ideológico en que se apoya su legitimación.
Lámina 4. Evolución de la población y de la producción de vivienda

Conclusión
Hasta aquí se han descrito algunas contradicciones que pueden expresarse en cifras, pero hay aspectos de la política metropolitana más difícilmente cuantificables que tienen, no obstante, una dimensión urbanística precisa y que además de contradictorios significan un alejamiento de los equilibrios sociales y de una sana relación con el medio físico, para ponerse al servicio del nuevo escenario propuesto por el régimen de acumulación en este momento de su evolución. Ese escenario vuelve a ser fundamentalmente dual, o, dicho de otra manera, se expresa en dos universos. En el primero se reagrupan todos los dispositivos de acumulación del régimen en torno a un espacio de excelencia muy selectivo y jerárquico, en el segundo se concentran parte de los recursos de los que extrae sus condiciones de reproducción el primero[7]. Este segundo universo, que prolonga y reconstruye en términos nuevos el antiguo entorno local no capitalista del sistema, es todavía un refugio de biodiversidad y se proyecta como un campo a desarrollar al margen de relaciones salariales fijas, y de las economías formales. Es plural en su composición étnica y cultural.
Este universo, no siempre periférico, tampoco protagoniza los programas urbanísticos y se desvanece y va cediendo sus lugares históricos, incluso en los tejidos de los viejos cascos urbanos, a los nuevos usos y clases en ascenso. Para ello sirven los programas de rehabilitación selectiva y depuradora, otra contradicción que busca su legitimación en el hecho de «eliminar infravivienda». Las componentes más marginales de este universo secundario quedan condenadas a ocupar los sótanos del edificio metropolitano incluyendo las necesidades de alojamiento que originan.
Por lo que a la política urbanística se refiere, en los últimos años ha habido un reparto de tareas entre el municipio de Madrid y la Comunidad. Mientras el ayuntamiento madrileño se ocupaba de la excelencia para mantener la capital como un reducto de exclusividad, ampliando las áreas residenciales cualificadas con numerosas operaciones de prestigio e incorporando los viejos espacios degradados de centralidad mediante transformaciones depuradoras, incluido ahora el proyecto olímpico, y las políticas de transporte destinadas a fomentar el vehículo privado, la Comunidad se empleaba en el segundo universo organizado en torno al transporte público hasta hacer del metro su emblema urbanístico. El primero no puede funcionar sin el segundo, aunque el segundo podría abrirse a nuevas perspectivas si se sacudiera de encima al primero. Ahora, en los dos casos, el tablero es cada vez más un territorio clasificatorio y expansivo del que se ha eliminado cualquier indicio de vida ciudadana, secuestrada en un espacio doméstico normalizado y en centros privados de ocio y consumo que se adapta muy aproximadamente al tipo de espacio que puede y quiere construir la máquina inmobiliaria. Tanto es así que esta máquina adquiere autonomía propia e impone sus condiciones de producción, dejando tras de sí un campo de vida urbana exterminada.
Frente a esta evolución cada vez más reduccionista e ineficiente, alejada de cualquier escenario razonable de empleo de los recursos, se perfila la necesidad de reconstruir el urbanismo de este siglo que comienza sobre la cultura cívica, la calidad de vida, la complejidad, la fisiología ecológica y la sostenibilidad, algo que no puede construir la hegemonía inmobiliario- financiera, ni un bloque local del que se eliminaron hace ya demasiado tiempo los agentes sociales y los ciudadanos. Bibliografía
Roch, Fernando (1999) «La construcción del espacio residencial y el mercado inmobiliario», Papeles de Economía, no. 18 Madrid 1999, pp 241-262
Roch, Fernando (1999) «Algunas notas sobre el sistema inmobiliario en la década de los 50», AA.VV. La vivienda en Madrid en la Década de los 50, pp 85-118

Notas

[1]: Ciclo de conferencias Ciudades del siglo XXI, Barcelona, 26 de octubre de 2002
Jornada Naturaleza de la conurbación madrileña y sus tendencias actuales
[2]: Para una información amplia sobre estos procesos, véase Roch, 1999:85-118 Se puede decir que una de las condiciones que impone para su funcionamiento el sistema inmobiliario privado es disponer de un tablero social nítidamente definido, y que la actividad del sector va dejando a su vez un mosaico espacial bien delimitado.
[3]: En cierto modo las periferias representan el propio fracaso de la industrialización fordista de llevar hasta el fin de su universo los complicados equilibrios que incluía en sus leyes de dominación. Eso significaba que era imposible extender la eficacia de sus mecanismos de regulación a todo el conjunto sometido al imperio de sus leyes productivas.
[4]: Desde 1946, la legislación de arrendamientos había congelado las revisiones del precio de los alquileres y obligaba a renovar el contrato, con ello se condenaba a la desaparición a los caseros; un grupo que había perdido su posición hegemónica en el nuevo bloque histórico donde los patronos industriales reclamaban obreros baratos. Estos mismos patronos se resistían a pagar impuestos por lo que el poder público no podía convertirse en `casero universal' como ocurría en países donde el bienestar redistribuía rentas. Así pues los arrendamientos no fueron posibles y se optó por la única vía que quedaba, con todas sus consecuencias. Paradójicamente y al contrario de lo que ha ocurrido en países como Gran Bretaña donde los viejos arrendatarios del sector público se han convertido en propietarios durante los 80, en España, el enorme parque de viviendas vacías o secundarias que se ha acumulado en manos privadas, ofrece hoy un amplio campo para poner en práctica políticas de alojamiento en alquiler que les devuelvan su función social.
[5]: En Roch, 1999:241-262 «La construcción del espacio residencial y el mercado inmobiliario» Papeles de Economía, se propone una explicación del mecanismo y una descripción del proceso en Madrid hacia mediados de los 90.
[6]: El mapa de rentas se elabora a partir de los datos ofrecidos por el servicio de Estadística de la CM, mientras que el de precios es completamente de elaboración propia a partir de trabajo de campo realizado en el Seminario de Planeamiento y Ordenación del territorio de la ETSAM.
[7]: El ámbito total del que extrae sus condiciones de existencia y sus recursos es mucho más amplio en una economía mundializada y está relacionado con lo que se denomina huella ecológica.
roberto sanchez,RCDD

Facilius Per. Partes in cognitionem totius adducimur. Seneca -Es mas fácil entender por partes que entenderlo todo-